lunes, 31 de mayo de 2010

La película del mes

El hombre mosca ****1/2
(Safety Last!)

El genio a la sombra de otros genios


Ya en sus primeros minutos, “Safety Last!”, más conocida en España como “El hombre mosca”, juega al equívoco para sorprender al espectador, algo que no dejará de hacer en el resto del metraje. Una marcha fúnebre acompaña a nuestro protagonista tras unos barrotes mientras su novia y su suegra van a verle. Al fondo podemos ver una soga, y se acerca también un guardia y un sacerdote. Parece un ahorcamiento, en especial por esa frase que abre la película, “Es el último amanecer de Taylor en Great Bend”. De repente, la novia pasa al otro lado de las rejas y se nos muestra la perspectiva opuesta: nos encontramos realmente en un andén, a la espera del tren, y su cara de pesadumbre se debe a que parte hacia la gran ciudad a buscar fortuna, alejándose de su novia.

Lo que viene después es una sucesión de gags a cual más brillante. Pero ya desde ese comienzo estamos ante la obra de un genio que nunca dejó nada a la improvisación, aunque pueda parecer lo contrario. Harold Lloyd cosechó un enorme éxito a lo largo de su filmografía, pero para la crítica siempre estuvo a la sombra de Charles Chaplin y Buster Keaton, quien ya habría deseado para sí mismo los éxitos de taquilla que Lloyd alcanzó en apenas una década.

A Lloyd le vino la pasión por la interpretación heredada de su madre, que amaba el teatro, y ese carácter despierto e ingenioso le venía de la calle, de cambiar continuamente de ciudad en ciudad y de progenitor en progenitor, pues sus padres estaban divorciados. En 1905, cuando contaba con la edad de 12 años, debutó en teatro en un pequeño papel, y completa su formación académica a la vez que emprende varias giras teatrales por América hasta que participa como extra en varias películas de la Edison Film Company. A partir de ahí decide que lo suyo será el cine y abandona definitivamente el teatro. Aventurero incansable, dispuesto a todo por conseguir trabajo, Lloyd se infiltra en los estudios Universal Pictures como figurante y su actitud positiva y su gran sentido del humor llaman la atención del director J. Farrel McDonald, que le requiere para varias de sus obras.


Fue en uno de esos rodajes donde conoció a la persona que le cambiaría la vida. Hal Roach, al igual que Harold, llegó a Hollywood con muchas ganas de trabajar, pero sin ningún dinero en el bolsillo. Pero gracias a una herencia consiguió convertirse en productor y convenció a Lloyd, junto a Roach en la foto anterior a este párrafo, para que fuera protagonista de sus producciones. Pero el actor siempre estuvo a la sombra del gran nombre de la época, Chaplin, y para lograr el éxito creó junto a Roach un personaje muy chaplinesco que emulaba a su Charlot. Gracias a esto lograron los dos amigos un importante éxito que llamó la atención de la industria.

Pero Lloyd ambicionaba algo más, pasar a la historia como lo hizo Chaplin, por sus propios medios y sin necesidad de copiar lo que hicieran otros. Y a pesar de que Roach se oponía a perder la fórmula del éxito, Harold Lloyd crea a un personaje ya mítico y con el que se le identifica: ese larguirucho hombre de gafas capaz de superar todos los obstáculos, inocente, optimista y atlético, tanto que parecía de goma. Y a diferencia de Charlot, su personaje se encontraba inmiscuido en toda la vorágine industrial de la época y perfectamente insertado en el capitalismo, buscando el ascenso social de una manera limpia. Su aspecto, de hecho, era el del típico americano medio: aspecto juvenil, sombrero de pajas y unas características gafas de carey, muy de moda en aquella época. El intérprete consiguió convencer a Roach de que le dejara protagonizar un cortometraje con el chico de las gafas como rol principal y así nace “Over the fence”, todo un éxito comercial que hará a Roach cambiar de idea. Siguieron a este toda una serie de cortometrajes que confirmaron el acierto del personaje y que lograron imponer a Lloyd como una alternativa comercial a Chaplin, pues Keaton nunca gozó de semejante impacto entre el público. Ambos artistas, pese a lo que pueda pensarse, nunca rivalizaron, sino que se mostraban admiración mutua, algo que enorgullecía a Harold.

El genio dejaba de estar a la sombra de otros genios, a pesar de que la crítica lo recibiera como un actor cómico mudo más. A medida que el éxito de su personaje aumentaba, el tándem pensó que era hora de lanzarlo al largometraje. Comenzaron por un mediometraje de 46 minutos, “A Sailor-Made Man”, que también dio en la diana de la taquilla. El chico de las gafitas estaba preparado así para el gran salto al largometraje, y para ello los dos compañeros de trabajo, que por entonces no siempre trabajaban en perfecta sintonía pero siempre demostraban tenerse un respeto mutuo, crearon los Gagmen, un equipo de colaboradores perfectamente compenetrados compuesto por Fred Neymeyer, Tim Whelan, Clyde Bruckman, Ted Wilde y Sam Taylor. Juntos dieron lugar a las más exitosas películas de Lloyd, y entre ellas estaba la considerada como gran obra maestra del actor, “El hombre mosca”, considerada hoy en día como toda una aportación artística al séptimo arte.

En ella se nos presenta a nuestro protagonista envuelto en uno de sus numerosos líos. Taylor, su personaje, viaja a la gran ciudad para buscarse la vida y periódicamente manda a su novia –a la actriz Mildred Davis, con quien contraería matrimonio tras el rodaje, y quien abandonó definitivamente la interpretación tras la película- cartas contándole sus progresos. En ellas se pinta a sí mismo como un gran hombre de negocios, e incluso se permite el lujo de enviarle joyas. La realidad es que Taylor trabaja como dependiente en una tienda de ropa, no es muy bien apreciado por sus superiores aunque sí por sus compañeros, y vive con lo justo junto a su compañero Bill en un piso pequeño y cuyo alquiler lleva semanas de retraso. La cosa se complica cuando Taylor reciba en su trabajo la visita de su novia, deseosa de ver el mundo en que se mueve su importante pareja. Nuestro héroe tendrá que hacer malabarismos para simular ser el dueño de la empresa sin levantar sospechas entre sus jefes y sin que su novia note nada, y por supuesto sin perder su empleo.


Durante la década de los 20, Lloyd alcanzó cotas de éxito exageradas, a pesar de no rodar más que diez películas en siete años de ese período. Esto era debido no a una falta de ideas, sino a que nada en los rodajes quedaba al azar. Aunque los gags puedan parecer improvisados, todo estaba milimétricamente calculado por los gagmen, lo que atrasaba la preproducción, rodaje y postproducción de las cintas. Esto aseguraba que inolvidables secuencias como la de la casera –si la ven tendrán una buena idea acerca de cómo evitar pagar el alquiler-, la del metro abarrotado de hombres, la de Lloyd haciéndose pasar por maniquí o la de nuestro protagonista enfrentándose, con todas las armas a su alcance, a una horda de mujeres deseosas de pillar la mejor oferta.

Pero especialmente una escena, aquella por la que “El hombre mosca” ha pasado a la historia, es la de Lloyd escalando por la fachada del edificio de su empresa como reclamo publicitario para la misma. Una secuencia que aglutina multitud de metáforas. Ese edificio, esa escalada, simbolizan el ascenso social del protagonista, cuya ambición e ímpetu harán que llegue al tejado y reciba su recompensa: pedir a su novia que se case con él y ganar una importante suma de dinero que solventará todos sus problemas. Y concretamente un momento de dicha escena es de vital importancia, aquel en el que Lloyd cuelga de las manecillas de un gran reloj, símbolo del ajetreado ritmo de vida de los locos años 20. Unos fotogramas que incluso serían homenajeados mucho más tarde cuando otro Lloyd, el cómico, actor y productor Christopher Lloyd, colgara del reloj de la iglesia en “Regreso al futuro”.


Y como ya mencioné anteriormente, ni siquiera esta escena fue dejada al azar. Se preparó minuciosamente y no se usaron transparencias ni trucos. En los planos cortos era el el mismísimo Harold Lloyd el que escalaba la fachada del edificio, ya fuera ayudado por cables invisibles o protegido mediante colchones situados varios metros debajo de él. Y para dar sensación de realismo, se usó el picado y el contrapicado, así como la cámara en posición vertical con respecto al suelo, montada en un soporte sobre la base que contenía los mismos colchones, para plasmar la distancia al suelo o el fondo de la ciudad. En los planos largos era un especialista, el apodado como “araña humana” Bill Strothers, quien treparaba por el edificio. El mismo Strothers interpretaba al compañero de piso de Lloyd en la ficción, y éste realizó la escena incluso faltándole los dedos pulgar e índice, perdidos durante una sesión de fotos en 1919 a consecuencia de una bomba de atrezzo que acabó explotando, con cuya mecha Lloyd tendría que encenderse un cigarrillo. El actor llevaba para solucionarlo un guante protésico, y el público no se enteró de nada hasta bien pasados los años.

Ayudada por la genial y perfectamente sincronizada con la imagen banda sonora de Carl Davis, imprescindible en toda película muda que se precie y mezcla del jazz de la época y de una composición central del propio Davis que iba variando de instrumento y ritmo según la secuencia, “El hombre mosca” fue todo un éxito de público y crítica, quienes por fin supieron alabar a este genio que logró dejar de estar a la sombra de otros de su tiempo. Ágil, divertidísima, frenética, ocurrente, original… todo un prodigio fruto de un hombre, que a pesar de contar en los créditos con la ayuda de sus compañeros de los gagmen, supervisaba todos los aspectos de la producción y tenía la voz definitiva para decidir el resultado final.

Pero llegó el sonoro y las cosas se pusieron duras para Lloyd. Su primera película sonora, para la cual tuvo que tomar lecciones de dicción y entrenamiento vocal, no fue un fracaso, pero estaba lejos de lo obtenido con sus obras mudas. Las posteriores fueron funcionando cada vez peor en taquilla, y el intérprete se retiró en 1938 a la temprana edad de 45 años. Gracias a que poseía los derechos de la gran mayoría de sus películas, se aseguró una enorme fortuna durante toda su vida, a pesar de sus excentricidades, que le llevaban a construir una mansión con 44 habitaciones, 26 baños, 12 jardines con 12 fuentes y un campo de golf de 9 hoyos. Desarrolló aficiones por la cría de perros, la pintura, el balonmano y la fotografía, donde se especializó en el desnudo femenino, retratando entre otras a Bettie Page. Abundantes eran los rumores sobre infidelidades e hijos ilegítimos.


Y a pesar de volver en 1947 al cine, no con demasiado éxito, de la mano de Preston Sturges en “The Sin of Harold Diddlebock”, de recibir en 1953 un Óscar honorífico, de ser presidente del jurado de la Berlinale de 1960 y de apadrinar a estrellas como Debbie Reynolds, Robert Wagner y Jack Lemmon, Harold Lloyd pasó rápidamente al olvido, pues ni siquiera vendió sus películas para ser emitidas por televisión. Gracias a este emergente nuevo medio, otros compañeros de profesión como Chaplin perduraron en el tiempo. Pero Lloyd opinaba que su cine era para ser visto en la gran pantalla. Tras su muerte en 1971, dos años después del de su mujer Mildred, alcoholizada por culpa de una depresión, el Harold Lloyd Trust permitió la emisión de algunas de sus películas. Gracias a esto una nueva generación de espectadores redescubrieron el genio de Lloyd y lo elevaron a la categoría de fenómeno de culto, diferenciándole claramente de Chaplin y Keaton. El genio consiguió, incluso después de su fallecimiento, dejar de estar a la sombra de los demás genios. Yo, por mi parte, descubrí a ese chico de las gafitas una noche en La 2, hace ya muchos años, siendo un niño, y no pure parar de reír con este hombre mosca al que dedico la película del mes.

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1 comentario:

Lasaga dijo...

Yo creo que también ví esta película en la 2 hace muuuuucho (tras un documental grabado que tenía sobre los beach boys).

Ciertamente hoy por hoy está totalmente infravalorado este genio. Yo he tenido siempre predilección por Keaton, pero si me paro a pensar friamente no sabría con cual quedarme de los 3. Por supuesto añadiría al gran Fatty Arbuckle, a quíen incluso podría concederle unos cuantos más meritos que a estos 3, desde la aportación de vestuario de Chaplin, al famoso gag del baile de los panecillos de La Quimera de oro, o el descubrimiento y educación cinématográfica de Keaton (incluida la dirección de la mejor peli de Buster, El moderno sherlock Holmes).

Desde "Casado y con suegra" a la sonora "La vía Lactea", no tiene desperdicio Lloyd.

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